Elegir y renunciar van de la mano. Cuando elegimos algo, sea lo que sea, acabamos renunciando a otra cosa. Si elegimos comprarnos esta casa, renunciamos a las otras casas que nos gustaron; si elegimos apostar por una relación, renunciamos a estar solos; si elegimos la idea de intentar tener hijos, renunciamos a la idea de no tenerlos; y así en muchos aspectos de nuestra vida.

Durante el día, vamos tomando muchísimas decisiones, aunque en muchas ocasiones cada vez nos cuesta más decidirnos, ya que el abanico de posibilidades es bien amplio.

¿Qué suele haber detrás de la duda?

El miedo, esa emoción tan odiada y tan necesaria casi a partes iguales, ya que nos avisa de la exposición a un peligro. El miedo a equivocarnos, a no estar a la altura, el miedo a exponernos a los demás, el miedo a no tener el control, etc. La evitación del miedo nos bloquea, haciendo que la sensación de incapacidad suba como la espuma.

El miedo a equivocarnos es el más común. Sin embargo, caemos en la trampa de considerar que una decisión es equivocada o acertada en función de la situación en sí, cuando lo cierto es que depende de cómo tú, percibes la situación. Epicteto decía: “No son los hechos en sí los que perturban a los hombres sino los juicios que los hombres formulan sobre los hechos”.

El miedo a no estar a la altura, es otro de los miedos más frecuentes a la hora de tomar decisiones. En este caso, está relacionado con la valoración que hacemos nosotros mismos de nuestra capacidad de decidir “bien” y de aguantar luego las consecuencias de esas decisiones. En estos casos es muy habitual delegar en los demás las elecciones o decisiones más importantes.

Cuando se trata del miedo que produce el hecho de plantearle a otros las opciones presentes, hablamos del miedo a exponerse. Con frecuencia este miedo se relaciona con el miedo a hablar en público, cuyos síntomas más característicos suelen ser sonrojarse, sudar, perder el control del habla y de la capacidad de argumentación.

Por otro lado, nos encontramos con el miedo a perder el control, lo que nos obliga a buscar la seguridad antes de tomar la decisión. El problema es que esa búsqueda de seguridad hace que surjan más dudas. ¿Consideras que alguna decisión, sea cual sea, te hace estar segura al 100%? Posiblemente no, ya que no podemos controlar muchos aspectos.

En definitiva, el miedo a tomar determinadas decisiones que consideramos importantes, consigue bloquearnos y nos dificulta la elección, lo que nos provoca angustia e inseguridad. En la búsqueda activa de una respuesta que consiga tranquilizarnos, nos acabamos sintiendo angustiadxs, nuestra mente está agotada y finalmente llegamos a una inseguridad total.

¿Qué solemos hacer antes nuestrxs dudas?

Cuando la duda nos invade y no somos capaces de tomar una decisión, ponemos en marcha una serie de recursos o de soluciones, que, en muchas ocasiones, más que ayudar, engordan el problema. Entre ellas suelen estar:

Rumiar (el run run de las ideas, no parar de pensar y pensar).

Evitar tomar decisiones, evitar elegir.

Posponer o procastinar,

Involucrar a otros o delegar en otros la toma de las decisiones.

Todo esto trae consigo ansiedad, angustia, en algunos casos ataques de pánico y además destruyen la confianza en ti mismx.

¿Cuál es la solución?

Encontrar la respuesta sin buscar. Os pongo un ejemplo:

Imagina que estás refrescándote en la playa y de repente notas que se te cae el collar de oro que llevas. Cuanto mas lo buscas, más agitas el agua obviamente y más turbio se vuelve el fondo, por lo que la visibilidad se reduce considerablemente, y así es imposible encontrarlo. Sólo si dejas de buscar, la arena volverá a posarse y el agua volverá a ser clara.

Si nos paramos a pensar por un instante, el problema surge con la compulsión de encontrar una respuesta a las preguntas que nos hacemos; preguntas que no tienen una única respuesta. Lo que nos mete de lleno en el laberinto.

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